Platero y él

Platero y él

jueves, 30 de enero de 2014

Érase una vez



     Érase una vez un niño llamado Pablo que vivía en una casa muy grande en mitad del campo, y cerca de una loma conocida por todos los lugareños como la Loma del Embrujo. Pablo vivía feliz en aquella casa rodeada de árboles y con un inmenso corral donde solía solazarse Chico, el poni pelirrojo con el que éste jugaba a diario y al que todos cuidaban con gran esmero y dedicación. Al niño le gustaba dar largos paseos por aquellos parajes sentado sobre él, y a Chico, se le podía ver contento y feliz de cargar a todas horas con su amigo preferido. No obstante, sus padres le tenían dicho que no se alejara nunca de la casa pues, todavía era demasiado pequeño y podía perderse o tener algún grave contratiempo.
     Un día que sus padres habían salido de compras a la ciudad, Pablo aprovechó para montar en su poni y marchar lejos, desobedeciéndolos; subió hasta la Loma del Embrujo y se adentró en la espesura de un bosque grandísimo que allí crecía. De pronto, en muy poco tiempo, comenzó a oscurecer, desatándose una fuerte tormenta que le impedía seguir a lomos de su amigo. Estaba asustado. Bajó del poni y ambos se refugiaron detrás de un peñasco protegido por unos matorrales. La tormenta era fortísima y no llevaba camino de cesar. Cuando más asustado estaba, pensando cómo podría salir de allí y el disgusto que daría a sus padres con su tardanza, alguien tocó su hombro, susurrándole al oído: no temas, Pablo, soy una bruja. La bruja Piruja. Pero insisto, no temas, soy una bruja buena, como casi todas las brujas a pesar de nuestra fama; me gusta cantar, me gusta bailar, comer chocolate, jugar al escondite y, como tú, subir en mi poni particular que, como puedes ver, es esta preciosa escoba que además es mágica. Me encanta ayudar a los niños divertidos y traviesos, aunque sé que no eres malo y que cuidas muy bien de tu amigo Chico.
     Cuando parecía que Pablo se tranquilizaba, se escucharon aullidos no muy lejanos que hacían sospechar la presencia de lobos; el niño, temblando, se acercó a Chico y miró suplicante a la bruja Piruja, que le dijo: no te preocupes Pablo, con mi escoba mágica los tocaré y los haré desaparecer en un instante. Así ocurrió y como por arte de magia, cesaron los aullidos. Ahora, dijo la bruja, espera aquí; me acercaré hasta tu casa y con mi señal secreta, avisaré a tus padres sin que éstos me vean y les diré dónde pueden encontrarte.
     En un abrir y cerrar de ojos, la bruja Piruja desapareció subida en su escoba mágica sin que el pequeño la viera nunca más, ni lograra adivinar tampoco, de qué forma avisaría a sus padres sin ser vista, de qué se disfrazaría o qué truco emplearía para no ser reconocida, ya que las brujas Pirujas no eran muy bien vistas por aquellos terrenos.
     Apenas los padres de Pablo salieron a buscarlo, cesó de llover; el cielo dibujó un sol espléndido, y aun no habían comenzado a subir la Loma del Embrujo, cuando apareció Chico con el muchacho a cuestas, pudiendo éste abrazar a sus padres con gran alegría después del susto vivido. Y así fue como el pequeño Pablo comprendió que nunca más debía salir solo a pasear tan alejado de casa, y mucho menos, adentrarse en el misterioso bosque de la Loma.

     Cuando Juan Ramón acabó el cuento, Platero lo miraba embelesado y en su cara de burrito aniñado podía adivinarse una mezcla de susto y alegría por el desenlace final de la historia; acto seguido, miró al cielo, soltó un leve suspiro y se puso a mordisquear tiernas y silvestres florecillas bajo la suave caricia de un sol de media tarde y la mirada complacida del poeta.

    Luis Rivero


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