Platero, hoy he abierto el baúl de los sueños y
se ha reavivado en mí el deseo de corretear juntos de nuevo por esos campos de
Moguer que en la lejanía me descubriste un día.
¿Recuerdas? Fue un domingo cualquiera, de un
otoño lejano, cuando el jacarandá y el ceibo sesteaban. Fue allí, junto a la
muda fuente del patio de la escuela que te acercaste a mí, tímidamente.
Llevabas en tu alforja racimos de palabras, guirnaldas de poesías, sinfonías
policromadas entre copos y viñas. Acaricié tu cálido hocico teñido de moras y
carbón y me contestaste con un prolongado rebuzno que atravesó espacios y
distancias.
Allí, aquel día, comenzó nuestra andadura, este
caminar incierto sin saber adonde vamos, ni adonde al fin llegaremos. Y aunque
a veces esta sociedad consumista, mutante y absorbente nos haya distanciado,
puedes estar seguro, Platero, de que en mis duermevelas siempre has permanecido
junto a mí.
Por eso hoy, cuando este camino plagado de
abrojos se va estrechando, quiero sentirte aún más próximo. Que tu frágil
cuerpecillo de plata y luna se funda con el mío, entre átomos, azucenas y
lirios.
Y al final del sendero nos reencontraremos con
los sueños perdidos y las locas quimeras de viejas utopías. Colmaremos con
ellas el serón y nos vestiremos de arco iris para sumergirnos en galaxias
lejanas, infinitas, viajando con el tiempo.
Tú y yo, Platero, trotón burrillo mío, ya por
siempre… fundidos con el alba.
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