Hubo una vez dos buenos amigos. Éramos
inseparables, una sola alma. Por alguna razón nos encontramos en el mismo
camino. Un burro delgado con grandes orejas. Su pelo era plateado y brillaba
con la luz del sol. Con él pasé gran parte de mi vida, todos los días lo sacaba a pasear por el río Palancia.
Cada día me esperaba con entusiasmo a que yo llegara y poder jugar. Su comida
favorita era el maíz pero también le gustaban mucho las hierbas y la maleza que
encontrábamos por el río. Era muy tierno y cariñoso. Le compré un cencerro de
latón para saber en todo momento dónde se encontraba mi gran amigo Platero.
Un
día, mientras paseábamos como siempre, tuvo un percance mi pobre compañero Platero. Mientras jugábamos se lesionó una pata y no podía caminar por culpa de
un viejo colchón abandonado. Tuve que buscar un tronco recto y una cuerda para
atarlo de forma que pudiera llegar a la cuadra. Sufrió mucho mi gran
compañero del alma.
Me sentía triste: ya no podía caminar con él. Pero día a día,
con el paso del tiempo y con mi ayuda, se fue recuperando de ese grave incidente
que le sucedió.
Ese instinto de supervivencia y las ganas de seguir a mi lado
fueron lo que le impulsó a la recuperación. Lo cuidé como nunca había cuidado a
nadie. Ese pequeño percance nos unió más que nunca y después de cuatro meses
volvimos a pasear, ahora somos inseparables. Te quiero, mi gran compañero Platero, tu amigo por siempre. Alguien dijo una vez: "Siempre
recibimos a cambio lo mismo que ofrecemos."
Luis César Redondo.
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