Platero, ayer me reencontré de
nuevo contigo y correteamos juntos por esos campos de Moguer que en la lejanía
me descubriste un día.
¿Recuerdas? Fue un domingo cualquiera, de
un otoño lejano, cuando el Jacaranda y el ceibo sesteaban. Fue allí, junto a la
muda fuente del patio de la escuela, que te acercaste a mí, tímidamente.
Llevabas en tu alforja racimos de palabras, guirnaldas de poesías, sinfonías
policromadas entre copos y viñas. Acaricié tu cálido hocico teñido de moras y
carbón y me contestaste con un prolongado rebuzno que atravesó espacios y
distancias.
Allí, aquel día, comenzó nuestra
andadura, este caminar incierto sin saber adónde vamos, ni adónde al fin
llegaremos. Y aunque a veces esta sociedad mutante y absorbente nos haya
distanciado, puedes estar seguro, Platero, de que en mis duermevelas siempre
has estado junto a mí.
Por eso hoy, cuando el camino se
va estrechando, quiero sentirte aún más próximo. Que tu frágil cuerpecillo de
plata y luna se funda con el mío, entre átomos, azucenas y lirios.
Y al final del camino nos
reencontraremos con los sueños perdidos y las locas quimeras de viejas utopías,
viajando con el tiempo. Llenaremos con ellas tus alforjas y nos vestiremos de
arco iris para sumergirnos en galaxias lejanas, infinitas.
Tú y yo, trotón burrillo mío, por
siempre ya fundidos con el alba.
Rosario Salcedo
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